Escoltado su inicio por la cruz albeada que se alza en su margen, el camino parte del cruce de la carretera que facilita el acceso rodado entre las localidades de Fagajesto y las Cuevas del Retamal (GC-220) con la pista asfaltada que conduce a un diminuto caserío emplazado en el Lomo de la Cruz, al que orilla, para poco después, recorridos tan solo ciento ochenta y dos metros desde el inicio de la andadura, alcanzar la primera de las numerosas eras de esta comarca de la isla, que delatan la trascendencia que el cultivo de cereales tuvo desde tiempos que se pierden en la memoria de los nativos de estas tierras de los Altos de Gáldar. A lo largo de este pequeño tramo se divisan las huertas que jalonan el lecho del Barranco de Madrelagua, y las albeadas fachadas que ocultan las grutas del pago de las Cuevas del Retamal, y que salpican de blanco su solana, arbolada de frutales y eucaliptos.

 

Las cuevas, siempre las cuevas, tan abundantes en estos parajes de la isla. Oquedades más o menos amplias, abiertas en las deleznables y compactadas escorias volcánicas de riscos y laderas, a golpe de piedras afiladas y maderas aguzadas y endurecidas al fuego por los canarios prehispánicos; a pico y punzón, tras la conquista castellana. Pocas veces intactas, tal y como las contemplaron los primeros humanos que se internaron en la isla hasta llegar a estos parajes; casi siempre agrandadas o excavadas en su integridad, que han acogido a canarios de todas las épocas, hasta la actualidad, haciendo de ellas sus viviendas, dando cobijo a sus animales o almacenando el agua que aliviaba la sed de sembrados, bestias y personas. Al oeste, si la bruma, tan frecuente en esta comarca de la isla lo permite, se contempla el perfil recortado de los macizos de Tamadaba y Altavista, erizado de viejos pinos canarios.

 

El caminante vuelve sobre sus pasos para, después de cruzar la carretera de la que parte la ruta, proseguir por un sendero que conduce a un pequeño grupo de casas alineadas junto a la vía, que conforman el pago de Los Morretes. Se alcanza allí una nueva carretera, la que permite acceder a El Tablado (GC-224), que se deja atrás después de avanzar unos pocos metros sobre el asfalto, para internarse por un camino agrícola que discurre por la Hoya de La Solanita, en dirección a Las Cuevas del Retamal. Pero antes de llegar a las casas de Los Morretes, sale al encuentro una de las innumerables arterias por las que ascendía el magma que dio origen a la isla. El compacto y rotundo dique basáltico, a veces de tonalidades ocres, exhumado por la erosión de las aguas de escorrentía durante cientos de miles de años, flanquea el sendero a lo largo de una docena de metros.

 

El camino se interna en la Hoya de La Solanita, una pequeña cuenca de planta arqueada y perfiles sinuosos, apenas incidida por el Barranquillo de la Cruz, y abierta al encuentro con los vivificantes alisios, como revela la abundancia de castañeros y nogales silvestres, y de huertos de papas, de millo y de peculiares variedades de cirueleros, de guinderos, de manzaneros y de perales. Los cultivos acabaron por domesticar el paisaje oscuro de intrincada arboleda, colmado de selva de nieblas que cubría llanos y vertientes expuestas al norte de los Altos de Gáldar. Cinco siglos después de que los bosques fuesen desmontados y las tierras que ocupaban, roturadas, aun se percibe el ambiente umbrío que evidencia el mayor aporte de humedad que recibe la hoya, a diferencia de su entorno que, sin ser árido, no muestra el intenso verdor de las no muy lejanas cumbres de Guía, Moya, Valleseco y Gáldar.

Un pozo y cuatro viejos estanques excavados en la tosca volcánica para así reducir la evaporación del agua que guardan, atestiguan la riqueza hídrica de la hoya. Los suelos son aquí feraces y profundos, y fueron cultivados al poco de ser incorporada la isla a la Corona de Castilla. Del pasado cerealista de esta pequeña cuenca testifican las dos eras de La Solanita, emplazadas en su antesala, en lo alto de sendos lomos, venteados, para que, de este modo, resultara más fácil separar el grano de la paja, una vez concluida la trilla.

 

Desde aquí el camino, que adquiere dimensiones de pista, desciende, bordeando la hoya. Tras un recodo, a una distancia de treinta y siete metros de la era, y a la izquierda de la vía, aparece el primero de los estanques-cueva, bajo un muro de piedra seca tapizado de parras casi asilvestradas, y celosamente guardado con un portillo metálico, desgastado por el óxido. Seis metros más adelante, y a la derecha del camino, una gruta excavada en la deleznable tosca de la ladera, alberga un antiguo alpendre, hoy abandonado y convertido en trastero. El establo conserva el pesebre, que ahora acumula bártulos. Junto a esta gañanía se levanta la fachada de la vivienda de sus propietarios, otra cueva más.

 

El inicio del camino dista poco más de un kilómetro de esta relumbrante casa cueva, albeada y ajardinada, con parrales que trepan y acaban por ensortijarse en una latada, que contribuye a proyectar la sombra que alivia a sus residentes del rigor del verano. La casona conserva el vetusto horno de pan, adosado a su fachada. Otro, muy próximo a la vivienda, quizás fuese comunal, y perteneciese a los vecinos del pequeño caserío de La Solanita. De planta cuadrangular, y de mayores dimensiones que el anterior, se encuentra emparedado por un muro de bloques de cemento visto que desluce la sencilla belleza y la antigüedad de la construcción. Desde la casa, emplazada en el vértice de un pequeño lomo que se asoma al Barranco de Madrelagua -un elocuente topónimo que desvela la abundancia acuífera de estas tierras-, puede avistarse el pozo “La Cañavera”, aun activo, cuyas aguas riegan fincas de la Vega de Gáldar y Guía, y del Valle de Agaete.

 

El camino permite proseguir la andadura por el perímetro de la hoya, orillando fértiles bancales en los que se cultivan papas y millo, hasta llegar a un nuevo estanque que anega una cueva cubierta por una trampilla metálica vencida por la herrumbre, tras la que se labraron escalones que se sumergen en el agua. Treinta metros más adelante, y recorridos 1,11 kilómetros desde el inicio de la ruta, aparece una nueva cueva, que guarda un estanque de similares hechuras que aquél.

 

El caminante prosigue su avance hasta llegar al final de este sendero, para retomar los pasos, hasta llegar al cruce con el camino que ingresa en la hoya. Desde allí la ruta continúa, y se interna ahora en el Barranco de la Madrelagua. Desciende por su vertiente de umbría, alcanza el cauce, que recorre a lo largo de un centenar de metros, y trepa por la de solana, en dirección al pago de Las Cuevas del Retamal. En torno al lecho del barranco se extienden algunos cercados que sostienen huertas dedicadas al cultivo del binomio clásico de las medianías del norte del archipiélago: papas y millo, que también hizo fortuna en la fachada atlántica del norte de la península ibérica. Una vieja mareta seca, rehundida en un bancal, del que solo sobresalen sus muretes levantados con piedra y argamasa, guardaba el agua con la que se regaban estos campos. Algunas lajas que hacen las veces de peldaños, adosados a una de las paredes, continúan facilitando el acceso al fondo del depósito.

 

En su tránsito por el barranco, algunos tramos del camino se encuentran flanqueados por sendos muros de piedra seca que mantienen antiguos bancales, en ocasiones cultivados. Después de haber recorrido 1.490 metros desde la Cruz de Los Morretes, en el inicio de la ruta, aún en el fondo del Barranco de Madrelagua, aparecen dos alpendres adosados que fueron levantados con muros de piedra, sin argamasa de ninguna clase, en una obra propia de un orfebre de la roca. Los establos conservan el pesebre en el que alimentaban los animales que acogía. Sus cubiertas originales, presumiblemente rematadas con tejas, se desplomaron con el paso del tiempo y han sido sustituidas por planchas de uralita.

 

Pocos metros más adelante el camino inicia su ascenso por la vertiente de solana del barranco, en dirección a las Cuevas del Retamal, entre bancales que, después de centenares de años, continúan sosteniendo trigales. El paisaje de la ladera, más árido que la opuesta, atestado de retamas y escobones, con frecuencia afilado de piteras que dejaron de servir de linderos para afianzarse por la vertiente, delata la intensidad de la incidencia del sol. Enfrente, y desde el sendero, se observa como los bancales escalonan hasta su falda la Montaña Redonda; detrás, se yergue hasta los 1.440 metros sobre el nivel del mar, la silueta del pico de la Cruz de Valerón.

 

La vereda permite proseguir el ascenso que conduce a Las Cuevas del Retamal. Cuando se llevan recorridos 1,74 kilómetros de la ruta, y bajo la senda, el caminante contempla un viejo pino canario, uno de los escasísimos testimonios del pinar que, hasta sus sucesivas talas, cubrían las laderas asoleadas de esta comarca de la isla, como ésta por la que ahora ascendemos. Algunas improvisadas cancelas, consistentes en oxidados somieres, tratan de evitar el paso furtivo hacia los sembrados que se extienden a ambos lados del camino. Desde las últimas estribaciones de la ladera, antes de que el sendero se incorpore al Lomo de Tomás, en la antesala de Las Cuevas del Retamal, se avista, refulgente y enjalbegado, entre las tonalidades pardas y grisáceas de lomos, montañas y barrancos, el pago de Juncalillo, enmarcado por la silueta de los macizos montañosos de Tamadaba y Altavista.

 

Las Cuevas del Retamal compone uno de los tantos exponentes de pagos trogloditas, tan característicos de esta comarca de los Altos de Gáldar. El pueblo se extiende por la ladera de solana del Barranco de Madrelagua a lo largo de algo más de medio kilómetro. Una gran parte de las casas cueva que lo conforman, “frescas en verano, abrigadas en invierno, dentro de las cuales no se oyen vientos ni lluvias”, como afirmaba Viera y Clavijo cuando describía las de Artenara, se remontan al pasado prehispánico de la isla, aunque, desde los años sesenta del pasado siglo, con la progresiva implantación de nuevos modelos sociales, arquitectónicos y urbanísticos, a las grutas originarias, además de algunos elementos superfluos que han acabado por desnaturalizar su sobrio encanto, le han sido añadidas estancias, adosadas a sus antiguos portalones, que lucen sus fachadas albeadas, y que suelen acoger los baños y las cocinas de las viviendas. En cualquier caso, la singularidad de este pago del municipio de Gáldar merece un paseo por sus callejuelas intrincadas.

 

El camino prosigue por la carretera que facilita el tráfico rodado entre la ciudad de Gáldar y Las Cuevas del Retamal (GC-222), y que en este tramo discurre sobre el Lomo de Tomás, un extenso interfluvio, culminado sobre tierras llanas que han facilitado su cultivo desde tiempos remotos. En primera instancia, la ruta se dirige hacia el este, hasta alcanzar la era del Molino de Viento de Arriba, ubicada a 2,19 kilómetros del inicio de la ruta. Antes de llegar a ella, desde el camino aún se pueden contemplar algunos de los últimos trigales de la isla, testimonios de la que fue una de sus más distinguidas comarcas cerealistas. De aquí procedía buena parte del pan y el gofio que alimentaron a tantos isleños a lo largo de la historia. El molino de viento que molturaba el grano, desapareció, pero continúa dando nombre a las pocas casas que conforman el pequeño pago alineado en el llano que corona el lomo, junto al camino, tras haber recorrido 2,16 kilómetros desde el inicio de la ruta, en una encrucijada de la que parte una pista que se dirige a la embotelladora de las aguas de Fuente Bruma, que dista algo menos de un kilómetro del cruce.

 

La carretera por la que discurre el camino en el Lomo de Tomás soporta poco tránsito de vehículos; esta circunstancia favorece un andar apacible, distendido, que contribuye a percibir mejor este paisaje de huertas, de parrales, de campos de flores ornamentales y de algunos trigales. Un espléndido viñátigo compone, junto a algunas especies arbóreas exóticas, el seto que delimita la finca de flores cultivadas. Su presencia revela la existencia de un ambiente húmedo, al que contribuyen las brumas que transportan los alisios, que desdibujan con frecuencia los contornos, los colores y las texturas que conforman el paisaje del lomo, y las perturbaciones atmosféricas que año tras año, desde los inicios del otoño hasta el comienzo de la primavera, traen hasta aquí las ansiadas lluvias.

 

Un panel instalado por el Ayuntamiento de Gáldar informa a los transeúntes que recorren “La Ruta de las Eras” e ilustra acerca de algunas de las características de tres de las numerosísimas explanadas empedradas, concebidas para cada verano trillar y aventar las mieses, en el pasado con cobras de yeguas y caballos, hoy casi siempre con tractores. Pero antes de llegar al cartel, a pocos metros de dejar atrás un depósito de agua de abasto, a la derecha de la carretera, junto a unos añosos eucaliptos, se avista la era del Molino de Viento de Abajo, una superficie empedrada, rotundamente circular, como si hubiese sido trazada con un gigantesco compás, que aún hoy, aunque de forma esporádica, continúa cumpliendo la función para la que fue concebida. De su pavimento estrellado resaltan a la vista las lajas maestras, que a modo de radios, se despliegan a ras de suelo y convergen en una losa situada en su centro geométrico. Pocos metros más adelante, tras superar un pequeño talud, y a la sombra del mismo rodal de eucaliptos, se localiza la era del Molino de Viento de Arriba, de dimensiones algo menores que la anterior, que exhibe un delicado empedrado que se extiende sobre el conjunto de su planta elíptica. Como sucede con La de Abajo, una serie de piedras hincadas recorren una amplia porción de su perímetro, delimitándolo, aunque en este caso, la necesidad de allanar la tendida ladera sobre la que se asienta exigió la construcción de sendos muretes en tramos opuestos de su contorno.

 

Desde aquí, el caminante vuelve sobre sus pasos y retoma la carretera que conduce a Las Cuevas del Retamal. Aún en el Lomo de Tomás, y a un centenar de metros del caserío de Molino de Viento, una pista que entronca con la carretera se dirige a una vivienda. Junto a la casa se extiende una pequeña era, construida en los años ochenta del pasado siglo, según reza el panel informativo al que se ha hecho alusión. De ser cierta esta afirmación, revelaría la pujanza que la agricultura cerealista tuvo en esta comarca hasta hace pocas décadas. La era, “de Miguelito”, que es como se la conoce, se halla empedrada, al igual que las anteriores, con lajas dispuestas de forma radial, aunque en este caso, las características piedras hincadas que ciñen su perímetro, son sustituidas por bloques de cemento que acaban por restarle singularidad.

 

La ruta prosigue por la carretera hacia el extremo del Lomo de Tomás, que va aguzándose conforme se avanza. Un sendero parte de la cerrada curva de la carretera y prosigue su curso hasta alcanzar la era de Los Artiles, donde el lomo se convierte en cuchillo, tras recorrer 3,01 kilómetros desde el inicio del camino. En un lugar de pétrea y sobria belleza, desde donde se contemplan los barrancos de Bocahiguera, al oeste, con el pago de Juncalillo que lo preside, y de La Solana, al naciente, que inmediatamente, aguas abajo, cambia su nombre por el del Barranco Seco, justo allí donde desaparecen las terrazas cultivadas en torno a su lecho y el curso se hace más áspero. El aspecto de la era es de una evidente rusticidad. Muy probablemente, su construcción fue muy anterior a las que hasta ahora fueron citadas. Su peculiar pavimento de lozas alineadas y entrecruzadas que acaban por componer un damero; las lajas hincadas, que separan la era del abismo, y su emplazamiento en el filo del lomo, asomado a sendos barrancos, proporcionan a la era una rara belleza.

 

Volvemos sobre nuestros pasos hasta el sendero que desciende al lecho del Barranco de La Solana, primorosamente cultivado en bancales sostenidos con muros de piedra seca, que escalonan sus terrazas. En las inmediaciones del cauce, algunos nogales silvestres jalonan el camino. No solo se hacía provecho de sus frutos y de su cotizada madera; las contundentes ralas de agua guisada de nogal con gofio e higos secos eran la primera comida del día en los comedores campesinos. La infusión, aplicada sobre la piel, curaba heridas de personas y bestias; sobre el cabello, servía de tinte e impedía su caída; ingerida, tonificaba a los convalecientes, o incrementaba la leche con las que amamantaban las lactantes.

 

El camino alcanza la carretera que se dirige a Fagajesto y a las Cuevas del Retamal (GC-220), y la recorre a lo largo de media centena de metros, aproximadamente, hasta llegar a uno más de los paneles con los que el Ayuntamiento de Gáldar pretende ilustrar acerca de las eras de la comarca. De aquí parte la pista que, ascendiendo, se dirige a la era de Bonifacio Rodríguez, que dista 3,51 kilómetros del inicio de la ruta y ciento ochenta metros del cruce con la carretera, y que se encuentra emplazada en uno de los bancales que escalonan el Barranco de La Solana. A treinta metros de la encrucijada de la pista y la carretera aparecen una gañanía y una era, arruinadas; por el contrario, la de Bonifacio Rodríguez exhibe un empedrado realizado con esmero: de una loza central parten lajas radiales. De planta elíptica, se despliega sobre una superficie de ciento trece metros cuadrados. Cuando se editó el panel informativo trillaba allí Manuel Moreno González, según expone.

 

Por el mismo camino que nos condujo a la era, regresamos a la carretera. Tras haber recorrido cincuenta y tres metros sobre el asfalto se llega al acceso a la embotelladora de agua de Fuente Bruma. De ese enclave parte una pista hormigonada que emprende el ascenso que conduce a la era de los Alonso Vega; pero antes, desde la carretera, se avista el pozo de La Solana, cuyas aguas regaban las huertas cercanas, mientras que las sobrantes eran enviadas al Valle de Agaete. Ya en la pista, en un panel más de los editados por el Ayuntamiento, se muestra alguna información acerca de la enorme era de Los Alonso Vega, que despliega su superficie elíptica sobre ciento setenta metros cuadrados. La era se encuentra enclavada en la cimera del Lomo del Llano Alto, que separa la Hoya de Juan Martín del Barranco de La Solana, a 1.192 metros de altitud sobre el nivel del mar, y a 3,95 kilómetros del comienzo de la ruta. Algunas lajas hincadas y un murete levantado con sillares de cantería de Gáldar, según indica el panel informativo, argamasa y cal la circunvalan parcialmente, aunque la erosión de las aguas de escorrentía ha provocado un pequeño derrumbe. A diferencia de lo que sucede en las eras restantes, su superficie carece casi por completo de empedrado.

 

La ruta prosigue por este tramo de pista de hormigón que flanquea la era, a lo largo de poco menos de un kilómetro. En su despliegue, asciende la Hoya de Juan Martín, y tras coronarla, permite transitar por el paraje de Los Velázquez y contemplar su pequeño caserío entre lomos de perfiles redondeados, escalonados de bancales que hace tiempo ya dejaron de cultivarse. Poco más adelante, el camino atraviesa el aquí poco incidido cauce del Barranco de La Solana, entre huertos de millo y papas, uno de ellas custodiada por una figura que desde la distancia, a los ojos del caminante, asemeja una persona pertrechada de abrigo y pañoleta; cuánto no más aún para las aves que avistan este espantapájaros.

 

Entre gamas del verde de escobones, retamas y codesos, un pequeño repecho incorpora la pista al Lomo de Tomás, que vuelve a bordear el caserío de Molino de Viento hasta llegar de nuevo a la carretera que vincula la ciudad de Gáldar y Las Cuevas del Retamal (GC.222), aunque en esta ocasión se pone rumbo hacia el lugar de Madrelagua, entre trigales. Después de recorrer tan solo un centenar de metros sobre el firme asfaltado, salen al encuentro un nuevo panel que pretende esclarecer las características de la era del Monte y un sendero que asciende sobre una ladera de pendiente tendida, hasta alcanzarla, después de haber recorrido algo menos de cinco kilómetros desde el inicio de la ruta. La era se despliega sobre ciento dieciséis metros cuadrados de superficie enlosada y ligeramente elíptica. Un muro de piedra seca que parcialmente la ciñe, se levantó sobre la ladera, a modo de pequeño bancal, para evitar que fuese aterrada a causa del arrastre de suelo que provocan en la vertiente desguarnecida de arboleda, las lluvias intensas.

 

De nuevo en la carretera, y a solo veinte metros de distancia, un nuevo panel señala la presencia de otra más de las numerosas eras que alberga el Lomo de Tomás. Se encuentra situada a una distancia de 5,08 kilómetros del comienzo del camino, a media ladera y a la derecha del camino. De planta casi circular, parcialmente circunvalada con piedras hincadas, su firme, que se extiende sobre ciento treinta y nueve metros cuadrados, fue empedrado con lajas.

 

Retomamos nuevamente la carretera y proseguimos hacia el este, hasta la confluencia de esta vía con la que se dirige a Fagajesto (GC-220), entre trigales salpicados en verano de amapolas, y huertos en los que se distinguen siluetas humanas, que los pájaros acaban por evitar; algunas encorbatadas, sobre amplias camisas blancas pulcramente abotonadas que revolotean al viento, otras tocadas con sombreros; todas con sus brazos extendidos, aunque adoptando diversas posturas: completamente erguidas, o inclinadas, con sus piernas flexionadas en escorzos verosímiles, como si hubieran quedado paralizadas mientras sus cuerpos se agitaban en un baile extravagante, o como si meditaran, inmóviles, practicando algún ejercicio oriental.

 

Una vez que se llega al cruce con la carretera que lleva al pago de Fagajesto, volvemos sobre nuestros pasos y nos dirigimos hacia la intersección de esta vía con la pista asfaltada que conduce al paraje de Madrelagua, a la que se accede después de recorrer alrededor de 140 metros que bordean un campo de trigo. El chirrido acelerado y casi metálico de un grupo de trigueros, que avizoran los campos desde lo alto de un pitón, parece reclamar su íntima pertenencia a estos trigales, uno de sus entornos predilectos.

 

Grandes pitas escoltan la marcha de los caminantes que se adentran por la pista que conduce a Madrelagua. Es verano, y el intenso verdor de un soto de higueras rompe la monotonía pajiza del trigal. Recorridos unos cuatrocientos ochenta metros desde el cruce de la pista con la carretera, a la izquierda del camino, y sobre una ladera de pendiente muy tendida, se levanta una edificación que alberga un pajar, erigida con sillares de cantería, y rematada con un tejado a dos aguas, como corresponde a un entorno de inviernos habitualmente lluviosos. Apoyada en el edificio aparece una de las tantas eras de la comarca que delatan su pasada condición cerealista, aunque en esta ocasión, con una superficie casi circular que se extiende sobre doscientos dos metros cuadrados, contemplamos la que alcanza mayores dimensiones. Empedrada con primor; doce radios pétreos, desplegados a ras de suelo, convergen en una losa situada en el centro de la era. Un murete de piedra seca sostiene medio perímetro de su explanada circular, con el propósito de salvar la pendiente de la ladera sobre la que se asienta.

 

Reemprendemos el camino, que pocos metros más adelante pasa junto a la vivienda más antigua de Madrelagua, según confirman los ancianos que residen en estos lugares, aunque a día de hoy se encuentra completamente remozada. De sus inmediaciones parte un desvío que conduce a la cercana carretera que se dirige a Fagajesto (GC-220); lo tomamos y, a escasos metros de esa confluencia, contemplamos una cueva excavada en la vertiente de un mogote rocoso, que acoge una gañanía, que es como denominan los naturales de estos lugares a los alpendres que ocupan grutas como esta. En su umbral, la roca vista de la vertiente fue cubierta con bloques de cemento ceniciento, sin encalar, que han acabado por afearla. El interior de la cueva, apuntalada, con horcones y con una viga de hormigón, alberga un pequeño establo de vacas y terneros. Sendos pesebres, uno que recorre uno de los lados de esta cavidad angosta, y otro su fondo, ambos también excavados en la tosca, sirven de recipiente en el que se sacian los animales.

 

Junto a la gañanía, una angosta galería perfora la vertiente. Fue excavada en la busca de los afloramientos de agua que destilan las rocas, que, conducidos por acequias, son vertidos en  un estanque subterráneo.

 

Tan solo treinta metros más adelante se alcanza un conjunto de alpendres en ruinas, conformado por edificaciones adosadas, levantadas con piedra seca, y rematadas con tejados a un agua. Algunas de estas techumbres han acabado por desplomarse y los muros comenzaron hace mucho ya a desmoronarse.

 

Sesenta metros después, y sobre una ladera de pendiente tendida, se localiza una nueva era, que ocupa ciento setenta y un metros cuadrados de superficie casi completamente circular. En esta ocasión el empedrado, estrellado, se reduce a algo más de media docena de radios enlosados que se despliegan desde el centro de la era. Su perímetro está casi en su integridad delimitado con piedras hincadas y por un murete de piedra seca que sostiene el tramo superior de la ladera en la que se asienta.

 

Reemprendemos los pasos andados, y antes de llegar a la bifurcación que habíamos dejado atrás, pasamos junto a un alpendre y un corral de cabras. De nuevo en el cruce, tomamos ahora rumbo sureste, bordeando un sembrado de millo. La abundancia de aguas fue anunciada hace siglos a través del nombre que se le asignó al paraje, “Madrelagua”, y desde entonces y hasta hoy definitivamente confirmada con la presencia de estanques cueva como éste, que recoge las filtraciones de la gruta excavada que lo alberga. Una llave metálica regula la salida del líquido, tan ansiado en esta isla sedienta.

 

Se retoma el sendero, sorteando campos de millo, hasta toparnos con una cumplida mareta de doce metros de longitud, rehundida en el terreno, que guarda el agua que durante los meses de sequía riega unos frutales cercanos. Una rústica escalera de piedra facilita el acceso al fondo del estanque.

Sesenta metros más adelante una cueva fue excavada con el propósito de domar un nuevo afloramiento de agua. Como la boca de una antigua mina que se abre en el risquete, apuntalado su techo con listones de madera, la galería, escalonada sobre la tosca, prosigue hasta ensancharse, formando un depósito que guarda el líquido, que gotea del techo y que filtran sus musgosas paredes. Un emparrado aboveda el umbral de la cueva, sostenido con muros de piedra seca. De todos los tanques cuevas que han sido inventariados en la comarca, este es, sin duda, el que exhibe una factura más bella, por sobria y rústica.

 

Desde aquí, el camino emprende un suave ascenso, y sesenta metros más adelante, a los pies de Montaña Redonda, en una pequeña explanada sobre la que se levanta la vivienda a la que está vinculada, alcanza la última de las eras a las que se accede desde la ruta. Con un círculo exacto que se extiende sobre diez metros de diámetro, la más pequeña de todas las eras que vincula este camino, se halla empedrada, a partir de radios enlosados que parten de su centro geométrico, y ligeramente elevada del terreno rocoso circundante, en resalte tras haber sido excavado.

 

Desde aquí, el sendero acaba por retomar la pista hormigonada que conduce a la carretera asfaltada que bordea Montaña Redonda y se dirige a Los Morretes, donde sobre un promontorio rocoso se alza una cruz albeada que escolta el inicio y el final de este camino, después de haber recorrido 7,15 kilómetros.

Texto: Antonio J. Domínguez Medina
Fotos: Orlando Torres Sánchez
FEDAC