El Lomo del Palo es el mayor de los cordales que vertebran las brumosas cumbres de Guía y Gáldar. Sobre la sucesión de cimas que lo coronan discurre un trecho de la frontera que separa estos dos municipios, cuyas tierras se despliegan, a modo de abanico, desde estos parajes montañosos, donde casi confluyen, hasta perfilar un amplio tramo del litoral noroccidental de Gran Canaria.

Dos carreteras asfaltadas se incorporan a la cresta del lomo. Una, conduce el tráfico rodado entre las cercanas tierras de Galeote y el pueblo de Fontanales (GC-702); la otra, pone en contacto el pago cumbrero de Fagagesto y la ciudad de Gáldar (GC-221).  En el lugar de Las Barranqueras, poco antes de que ambas carreteras converjan, comienza esta ruta que, entre lomadas pulidas por la erosión y los extensos y calcinados cráteres de tres volcanes que se encuentran entre los últimos que entraron en erupción en la isla, permite recorrer algunos de los paisajes ganaderos más afamados del archipiélago, y atravesar la principal ruta de la trashumancia insular, la que la que, procedente de las costas del norte de la isla, conduce el ganado a la cumbre, a la Caldera de Tejeda y a Tirma, en el oeste, en un flujo milenario en busca de los mejores pastos, que aún pervive.

Perfil topográfico

Los Altos de Guía y de Gáldar albergan algunos de los parajes más lluviosos de Gran Canaria, en los que se obtienen registros que rondan los 1.000 mm de precipitación media anual. El paisaje que se contempla desde el inicio del camino así lo revela: un mosaico de extensos prados, de feraces huertas, de alfombrados helechales, de enmarañados matorrales de leguminosas autóctonas que cubren por completo el suelo, de intrincados pinares de repoblación,… Al oeste, la silueta de las cumbres de Tamadaba erizadas de viejos pinos canarios, y los lomos y las suaves hondonadas de las tierras altas de Gáldar.

Cedro de Canarias (Juniperus cedrus ssp. cedrus)

Muy pronto, habiendo recorrido poco más de 60 metros, la ruta abandona el asfalto y se incorpora a un sendero que flanquea una amplia superficie de terreno, repoblada no hace muchos años con especies del monteverde canario. Algunos jóvenes ejemplares de rarezas botánicas salen al encuentro del caminante. Es el caso del cedro de Canarias (Juniperus cedrus ssp. cedrus), que aquí crece de manera más armoniosa que los viejos y retorcidos ejemplares de las cumbres de Tenerife y La Palma, expuestos a las heladas tempestades de la alta montaña. A más distancia, y desde el camino, se observan ejemplares del muy escaso en Gran Canaria, en estado silvestre, madroño (Arbutus canariensis), de sedosa corteza anaranjada, en cuyos frutos, que asemejan pequeñas mandarinas, algunos han querido ver las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides, que proporcionaban la inmortalidad a cuantos las comían. El mítico vergel fue descrito por el geógrafo Estrabón en el inicio de nuestra era con la precisión y la destreza de un taxonomista.

Madroño canario (Arbutus canariensis)

El camino se ciñe a los redondeados lomos de Pavoncillo, coronados por montículos que, como gigantescas gibas, jalonan los cordales que la erosión ha labrado sobre los apilamientos de lavas, bombas, escorias y cenizas volcánicas; se interna en la Hoya de los Helechos, y tras cruzar su cauce seco, los arbustos repoblados del monteverde tornan en apretado pinar de pinos de Monterrey (Pinus radiata), también plantados, pero en esta ocasión en los años setenta del pasado siglo, con un propósito más productivo que ecológico. Del pinar se obtenían varas y horquetones destinados a sostener tomateros y plataneras que ocupan amplios espacios de las tierras bajas de la isla. Con la perspectiva del tiempo transcurrido, los resultados de estos cultivos de coníferas son cuestionables, y no ya por el empleo de una especie californiana con el propósito de reforestar las peladas lomas que antaño sostuvieron bosques de laurisilva. La proximidad de los plantones fue tan excesiva que los ejemplares, ahora adultos, parecen ahogarse. En los últimos años, el Cabildo Insular, con buen criterio, viene realizando entresacas y sustituyendo progresivamente los individuos talados por especies del monteverde canario, mejor adaptadas al ambiente de estas tierras brumosas.

Muros de piedra seca en los Majadales
A causa de la elevada pendiente de los Lomos de Pavoncillo, que se alzan como contrafuertes que sostienen el enorme espinazo de Lomo del Palo, por los que discurre el camino ceñido a sus vertientes y cañadas, y con el propósito de conservar el suelo fértil de las laderas desarboladas y surcadas por una multitud de estrechos y laberínticos senderos que a lo largo de siglos ha abierto el ganado a su paso, los campesinos levantaron numerosos muretes de piedra seca, que pueden contemplarse al alzar la mirada hacia las cimas de las lomadas.
Alpendre cueva en los Majadales

Después de recorrer unos 450 metros desde el inicio del camino, en el lugar denominado Los Majadales, y ladera arriba, se abre una abre una cueva angosta, excavada en la roca, que acoge un pequeño alpendre. El camino prosigue, serpenteante, sobre la Hoya de los Helechos, abrazado a las laderas en las que pastan las ovejas del Cortijo de Pavón, y alcanza el Barranco de Pavoncillo, donde esta vez se localiza un grupo de cuevas labradas en la vertiente, de las que al menos dos guardan alpendres. El abandono que sufren desde hace décadas ha provocado derrumbes en alguna de ellas. Esta modalidad de establo troglodita recibe en esta zona de la isla la denominación de gañanía. Abajo, junto a la carretera, el lecho del barranco alberga sendos nateros. Estas estructuras servían para remansar las aguas de escorrentía para, así, propiciar el depósito de los sedimentos que arrastran; de esa manera, se incrementaba la fertilidad y la humedad del suelo que, una vez drenado, acababa por acoger pequeños huertos.

José de la Cruz Mendoza, Pepe el de Pavón

Enfrente, al otro lado del Barranco de Pavoncillo, se levanta la quesería del Cortijo de Pavón, cuyo titular, José de la Cruz Mendoza, Pepe el de Pavón, uno de los últimos pastores trashumantes de Gran Canaria, gestiona un ganado de unas 420 ovejas que pacen en estas lomadas. Aquí se elabora, entre otros, el célebre queso de flor de Guía, que, como cuajo, emplea la inflorescencia del cardo Cynara cardunculus var. ferocisima. En verano, cuando la hierba se agosta, Pepe conduce sus animales a la Caldera de Tejeda.

De las cuevas mencionadas, la última que alcanza el sendero se halla a 775 metros del inicio de la ruta. Desde aquí el caminante vuelve sobre sus pasos para, poco antes de llegar de nuevo a la carretera (GC-702), tomar el sendero que se prolonga por el Lomo del Palo y se dirige a los Pinos de Gáldar, como corrobora una señal indicadora. Se trata del mismo lomo que, vertiente arriba, cambia su nombre por el de Galeote, y continúa constituyéndose en lindero que separa los términos municipales de Guía y Gáldar.
Ovejas de la explotación ganadera Lomo del Palo
En estas tierras de prados y retamares, sobre las que destellan las tonalidades malvas de las flores del alhelí montuño (Erysimum bicolor), un endemismo canario-maderense, pastan las ovejas de la explotación ganadera Lomo del Palo. No resulta raro verlas mordisquear el verde tapiz que brota tras las primeras lluvias del otoño, hasta que se agosta, avanzada la primavera. En los días más calurosos del verano, y para evitar la insolación, los animales se apiñan bajo la sombra de pinos y castañeros.
El abandono del campo viene deshaciendo el orden del antiguo paisaje. Los muros de piedra seca que sostienen el suelo fértil caen derrumbados sin que, como antaño, se repongan, y con los muros desaparece la tierra que albergó selvas ya olvidadas, y que hoy es barrida con los temporales que casi todos los inviernos hacen acto de presencia.
El camino prosigue su trazado por las cimas del Lomo del Palo y atraviesa la cabecera del Barranquillo de Valencia, flanqueado por una viejísima pared de piedra seca, de poco más de un metro de altura y sinuoso trazado, tapizada de líquenes y musgos, que se prolonga sobre la divisoria de aguas. El muro parece deslindar tierras destinadas al pastoreo de ganados de distintos propietarios. En los últimos años, estas y otras paredes vienen siendo reemplazadas por vallados metálicos en cuyo despliegue se ahorra esfuerzo y tiempo. Como contrapartida, el paisaje de estas cumbres pierde distinción. Al levantar la vista; un cernícalo planea en vigilante acecho a la búsqueda de alguna presa viva.
En ocasiones, cuando discurre por la cimera del lomo, y siempre que las nubes y la bruma no impidan la visión, el camino sirve de atalaya desde la que se divisa, al nordeste, el Atlántico y la península de La Isleta, junto a la ciudad de Las Palmas; y a poniente, tras Los Picachos y Tamadaba, el contorno nítido y metálico de la isla de Tenerife, coronado por el Teide, que, aunque lejano, y como no sabe hacerlo de otro modo, se alza majestuoso y desafiante.
Cruz del Cabezo

Tras recorrer 2,36 kilómetros desde el inicio de la ruta, el caminante se da de bruces con un viejo corral abandonado, de planta rectangular, levantado con piedras, sin argamasa, de las que algunas han caído al suelo. Junto al corral, sobre un pequeño montículo, pareciera que bendiciendo el camino y la estancia, se alza la pequeña Cruz del Cabezo, que cada mes de mayo es enramada por vecinos de esta comarca. Unos cuarenta metros más adelante se despliega una bifurcación. Un ramal, de solo unos cien metros de longitud, flanqueado por un pinar cultivado, se asoma a los Lomos de Pavoncillo y permite contemplar los montículos pulidos por la erosión de las aguas, a lo largo de un millón de años.

Volvamos al cruce y retomemos el camino principal, que sigue recorriendo las cimas del Lomo del Palo, justo cuando cambia su nombre por el de Galeote, escoltado en ocasiones por sendos muros que otorgan prestancia al que ha sido durante centurias el principal eje de la trashumancia insular, y que a día de hoy sigue siendo el soporte del paso del ganado en su búsqueda de los mejores pastos.
Vía pecuaria del Lomo de Galeote
El camino discurre, en su ascenso hacia la cumbre, sobre el Lomo de Galeote, junto a una pared de piedra que ha servido de lindero de los grandes cortijos de Pavón y Galeote. Uno fue plantado de pinos; el otro compone uno de los tantos pastizales que, por su abundancia, acaban por singularizar la comarca. Tras recorrer 3,09 kilómetros desde el inicio de la ruta, se alcanza una encrucijada de la que parten cuatro senderos. Es aquí donde el camino efectúa un quiebro y se asoma al Barranco de Galeote, salpicado de rodales de pinos de Monterrey; cubierto, entre manchones de hierbas que devorará el ganado, de un denso matorral de retama amarilla (Teline microphylla), un endemismo grancanario, omnipresente en las cumbres de la isla.

La vía, convertida ahora en angosto sendero, acaba por abandonar el lomo e internarse en el pinar, en la Hoya de los Helechos. Un corto desvío se aleja brevemente del camino principal hasta alcanzar un pozo abandonado, que muestra, descarnado, su vieja maquinaria cubierta por la herrumbre. Junto al pozo, perforada como una mina abierta en la búsqueda de fortuna, se abre en el interior de la ladera la galería de los Samsó. De ambos elementos se extraía agua que regaba las plataneras de la plataforma costera de Gáldar y Guía, cuando este cultivo se expandía por las tierras bajas del norte de la isla.

Pozo abandonado en Hoya de los Helechos
De nuevo en la ruta, el camino pasa junto a unas colmenas y prosigue hasta que la cúpula que forma las copas de los pinos desaparece para dejar ver el cielo abierto, entre helechales y retamares. Continúa su avance por el cauce del Barranco de Galeote y alcanza un nuevo desvío que, a lo largo de casi 100 metros, permite acceder a un corral de piedra seca y a una nueva galería que se interna en las entrañas del Lomo del Caballo.
Junto al cauce del Barranco de Galeote, los pastores han dispuesto bañeras y vallas metálicas de carretera, con la cara vista de su concavidad, en el suelo del bosquete. La imagen es perturbadora por inesperada e insólita, en un entorno que el urbanita remite más a lo bucólico que a lo funcional. Pero los tiempos imponen más que nunca el sentido utilitario, y las viejas y laboriosas pocetas de piedra han sido sustituidas por estas piezas que ahora sirven de bebederos y comederos del ganado, aunque algunos ingenieros las concibieran para fines muy distintos.
Antigua galería de agua en el Barranco de Galeote
El camino prosigue su recorrido sin abandonar la ribera del cauce del Barranco de Galeote, hasta que alcanza de nuevo la carretera que facilita el acceso rodado entre Fontanales y el Cortijo de Galeote (GC-702), en un enclave que dista 4,49 kilómetros del inicio de la ruta. Una vez sobre el asfalto, se toma dirección oeste, hacia las tierras de Artenara. Antes de abandonar la carretera, adosado al pequeño risco que desciende hacia el cauce del Barranco de Galeote, se levantó un pequeño y bello, por su rusticidad, estanque de mampostería. Nos encontramos en las Cuevas de Galeote. Como suele suceder en la isla, fueron excavadas sobre sustratos volcánicos, muy disgregables. Algunas sirvieron de viviendas; otras, de cuartos de aperos, o de estancias destinadas a guardar el ganado. Arriba, junto a la carretera, en un pequeño caserío, se encuentra la quesería del Cortijo de Galeote, que gestionan Tania Rivero Santana y Francisco Javier González Ramos, ambos de familias de pastores. Son propietarios de unas 200 ovejas canarias. Con la leche que obtienen elaboran aquí quesos curados y semicurados.
Era en La Asomadita

Después de recorrer alrededor de 350 metros sobre la vía pavimentada, al alcanzar el lugar de La Asomadita, la ruta deja atrás la carretera y se incorpora a un sendero que discurre por este lomo levemente amesetado que el camino circunvala. Antes de concluir el rodeo, la vía pasa junto a una era, abandonada en los años sesenta del siglo XX, como revela el arraigado herbazal que tapiza y oculta su superficie, de la que solo sobresalen las piedras hincadas que recorren su perímetro circular. Este exiguo espacio destinado a la trilla de las mieses delata la pasada presencia de un paisaje cerealista, desdibujado a causa del abandono de los precarios cultivos que se extendían por estos parajes montañosos, muchas veces abruptos, en un periodo en el que numerosos campesinos dejaron atrás su vida austera, y se trasladaron a la capital de la isla y al litoral del sur, en busca de nuevas oportunidades laborales surgidas al amparo del súbito desarrollo turístico.

Un enorme dique se levanta junto al camino. Estos conductos del magma en su ascenso que, empujados por el borbollón eruptivo, se abrían paso en el corazón de la isla, acabaron siendo exhumados por la erosión, a lo largo de millones de años, y aparecen así ahora, compactos y lineales, como estrechos espigones, ilesos al paso del tiempo.
Dique volcánico en La Asomadita

El extremo afilado del lomo de La Asomadita se alonga a las riberas cultivadas del Barranco de Galeote, que aguas abajo cambia su nombre por el de la Rehoya. Enfrente, se alzan, rotundos, Los Picachos. El descenso zigzagueante al fondo del Barranco de Galeote se lleva a cabo a través de un sendero apenas esbozado. Antes de alcanzar la pista que discurre junto al cauce, el camino pasa junto a una gañanía, que ocupa una gruta excavada que se abre en el interior de un solapón. Más adelante, y aun en la vertiente, pueden observarse muros de piedra que sostienen bancales, antaño cultivados de cereal, que el paso del tiempo y el abandono que sufren han acabado en ocasiones por derrumbar, provocando la pérdida del suelo que sostenían.

El camino discurre entre retamas amarillas, primero, y ya en el fondo del barranco, escoltado por castañeros e higueras, y ceñido a pequeños huertos de millo, hortalizas y frutales, plantados sobre los fértiles sedimentos que el barranco, durante sus crecidas, ha ido depositando. En la vertiente que limita uno de sus flancos se abren cuevas que albergan viviendas y estanques de agua.

En su descenso hasta alcanzar la pista que discurre junto al cauce del barranco, el camino pasa por los muros de piedra seca que sostienen bancales, antaño cultivados de cereal, que el paso del tiempo y el abandono que sufren han acabado a veces por derrumbar, provocando la pérdida del suelo que sostenían. Entre retamas amarillas, primero, y ya en el fondo del barranco, escoltado por castañeros e higueras, y ceñido a pequeños huertos de millo, hortalizas y frutales, plantados sobre los fértiles sedimentos que el barranco, durante sus crecidas, ha ido depositando, discurre el camino. En la vertiente que ciñe uno de sus flancos se abren cuevas que albergan viviendas y estanques de agua.
Gañanía en Galeote
Fueron estas, probablemente, las mejores tierras que en el siglo XVI recibió Francisco Galeoto, que acabó designando con uno de sus nombres de pila el barranco, el lomo que lo delimita, el llano que se extiende en sus riberas, las cuevas que se abren en sus vertientes, la galería de donde se extraen las aguas que riegan sus huertas, y la comarca entera.

Aguas abajo, donde el Barranco de Galeote cambia su nombre por el de las Rehoyas, y después de recorrer 5,69 kilómetros desde el inicio de la ruta, el camino pasa junto a un pozo abandonado, cuya maquinaria, como si de artillería pesada después de una batalla se tratara, yace vencida y desvencijada por la herrumbre y el tiempo.

Lalo González en el Llano de Galeote (Foto: AIDER Gran Canaria)

Poco más adelante, un corral de reciente factura, junto a una sala de ordeño, se acoda en una de las revueltas del camino, en el Llano de Galeote. El goro acoge un hato de ovejas y el conjunto conforma parte de las instalaciones de la explotación ganadera y quesería artesanal del Cortijo de Galeote. Ésta, dispone de unas doscientas ovejas canarias y sus quesos, curados y semicurados, se elaboran con leche cruda. Muy cerca de allí, y una vez más, algunas bañeras que hacen las veces de bebederos de los animales, aparecen desperdigadas.

El camino prosigue su trazado, ceñido a los suelos fértiles del Llano de Galeote y al cauce del barranco. Las tierras, que alimentaron a decenas de generaciones de campesinos, han sido mayoritariamente abandonadas, y sostienen ahora un pastizal alfombrado que amarillea cuando acaba la primavera, y que cada otoño se renueva.
Gañanía en el Llano de Galeote

Del amplio periodo en el que estos parajes bullían de vida campesina, permanece como testigo mudo un alpendre que ocupa el interior de una cueva. Esta gañanía estaba destinada a guardar vacas, como revela el pequeño escalón que facilitaba el acceso de los animales al pesebre. Junto a la gañanía se abre otra cueva que albergaba un rústico palomar, constituido por un receptáculo labrado en la toba que contiene medio centenar de celdas, también talladas, que componen una insólita retícula que remite a un orden extraño en este paisaje conformado por un informe mosaico de pastizales, sembrados, matorrales de leguminosas endémicas y pinares.

El camino, convertido en este tramo en una pista de tierra, prosigue su andadura, entre higueras, castañeros y helechales, flanqueado por el compacto pinar de la Herradura; una de las plantaciones de pino canario (Pinus canariensis) que se llevaron a cabo en los años setenta del pasado siglo, y acaba por incorporarse a la carretera que conduce desde Fagajesto a las Cuevas del Retamal  (GC-220). Tras recorrer unos 260 metros sobre el asfalto, el camino cruza el Barranco de las Rehoyas y alcanza, en Los Llanetes, la orilla meridional de un nuevo pinar, repoblado también con ejemplares de Pinus canariensis. Aquí, en la soledad de este paraje, y sobre una de sus vertientes, se excavaron varias cuevas en la toba deleznable, que fueron abandonadas hace décadas. El conjunto acoge, al menos, una vivienda y un alpendre de vacas, que guarda un espacioso pesebre.
Conjunto troglodítico en los Llanetes
El camino acaba por internarse en el bosque, y tras recorrer unos 110 metros bajo una bóveda intrincada de copas, emerge a la luz entre las hoyas del Cabo y Romero, dos hondonadas con tierra fértil cultivadas desde antaño.
Casa cueva abandonada de El Fondo

Aunque aún permanece oculta a la vista, la caldera de El Fondo de Fagajesto, uno de los últimos volcanes que entraron en erupción en Gran Canaria, aguarda muy cerca. El camino bordea el montículo que parcialmente la rodea, cubierto de pinos, hasta que, transformado en una pista de tierra, se asoma al interior del cráter. Un estrecho sendero desciende hasta alcanzar El Fondo. Cerca del camino, una casa abandonada, que prolonga sus estancias en una cueva que oculta la fachada, se interna en las entrañas del volcán.

La caldera, a modo de pequeño coliseo, se abre en la superficie del terreno, como una burbuja en cuyo interior el tiempo se disuelve, en donde los estruendos de las explosiones que acompañaban la erupción que la originó, y de la que seguramente fueron testigos los canarios prehispánicos, contemporáneos del evento, se tornó en silencio, solo roto por el tintinar metálico y sincopado de las cencerras de los hatos de ovejas que se internan en el volcán, en busca del pasto que alfombra los fértiles sedimentos que se depositaron en el ruedo de este anfiteatro de lavas y escorias volcánicas.
Lalo González cortando cañas en El Fondo

Una vez que el camino alcanza en fondo de la caldera, lo circunvala. Las cañas surgen arracimadas allí donde rezuma la humedad. Cada año, cuando llega el verano y se agosta el herbaje, los pastores blanden sus afilados naifes y cortan las hojas carnosas de los cañaverales, que los animales devoran con fruición.

Tras rodear el fondo de la caldera, el caminante emprende el ascenso por un angosto sendero. Al poco de iniciarse sale al encuentro una gañanía abierta en la pared de escorias y picones cementados, formada por tres estancias. En una de ellas, el pesebre es sostenido por un tablón de madera, hincado en el suelo. La enérgica subida prosigue por una de las paredes interiores del volcán. Junto al camino, el techo de una cueva, que encierra un pequeño estanque para, de este modo, mitigar la evaporación del agua que guarda, se ha desplomado.
Gañanía en El Fondo
La ruta retoma la pista de tierra que rodea parcialmente el borde superior de la caldera. Cuando se llevan recorridos 8,14 kilómetros desde el inicio del camino, en el Lomo del Palo, el itinerario abandona la pista y emprende, a través de un sendero, a veces cubierto de un bellísimo empedrado que el paso varias veces centenario de sucesivas generaciones de ganados y pastores ha acabado por pulir, el ascenso entre revueltas de la Cuesta de la Caldera, entre retamares de Teline microphylla, que desde que el invierno comienza a dejar paso a los días cálidos que anuncia la primavera, visten de amarillo la ladera.
Comederos en Llanos de las Mesas

Tras superar la cuesta el caminante se incorpora a los Llanos de las Mesas, un extenso y rotundo interfluvio que delimita los barrancos de las Rehoyas, y, al norte, el de Cirión, también conocido como Barranco de Chirino.

La fertilidad de los suelos que sostiene la planicie que se extiende ante los ojos del caminante ha propiciado su explotación agrícola, al menos desde los repartos de tierras que se efectuaron tras la conquista castellana de la isla. Al amparo de la riqueza de sus suelos se gestaron los pequeños caseríos de Los Colorados, Los Llanos, El Cercadillo, Las Rehoyas, La Cadena, La Bodeguilla, y no muy lejos de allí, la aldea de Fagajesto.
Salvo algunos huertos que han pervivido a la crisis que desde los años sesenta del pasado siglo afectó a la agricultura de subsistencia y a la que abastecía al mercado local, la mayor parte de las parcelas agrícolas fueron abandonadas, y desde entonces se han transformado en pastizales que apacientan los rebaños de ovejas que recorren la comarca. Cada otoño se reúnen aquí los ganados y se produce el acontecimiento denominado la paridera: el parto de las hembras gestantes que acaba por incrementar los efectivos del rebaño.
Nicasio Díaz ordeñando en los Llanos de las Mesas
Junto al camino, un chamizo techado de palés, maderos y plásticos sirve de improvisado corral de las ovejas de Nicasio, el pastor de Los Llanos de las Mesas. Un voladizo sostenido con tubulares usados en el despliegue de andamios sirve de resguardo en jornadas de lluvia y de insolación. En su interior, cada mañana, el pastor ordeña sus ovejas, que campan por los pastizales que antaño sostuvieron cultivos. De nuevo, bañeras, bidones seccionados y las que fueron vallas de la carretera de la isla, desperdigadas por las parcelas, sirven de bebederos y comederos de los animales. Algunos somieres hacen las veces de cancelas.
Corderos recién paridos en el Lomo del Palo

Desde este improvisado corral, el camino se incorpora, a lo largo de unos 260 metros, a la carretera que facilita el tráfico rodado entre las localidades de Fagajesto y Lomo del Palo (GC-221). Al llegar al lugar de Los Colorados, una pista de tierra sale al paso a la izquierda de la vía asfaltada, entre retamas amarillas, escobones (Chamaecytisus proliferus) y codesos (Adenocarpus foliolosus). Tras alcanzarla y, bordear un campo de millo, el camino prosigue, junto a parcelas agrícolas abandonadas, cercadas con vallas metálicas. Al oeste, el antiguo mosaico agrícola que progresivamente se diluye, y que articulan las fincas en desuso, los pastizales que, como una mancha oleosa se extienden sobre los antiguos sembrados, las alineaciones de piteras que subrayan los límites de las parcelas, los matorrales de leguminosas canarias, los pinares cultivados, las viviendas de nueva planta que salpican, aquí o allá, los mejores suelos agrícolas… Y aun así, la armonía del paisaje permanece intacta. Al fondo, la meseta de Tamadaba. Detrás, el Atlántico y el perfil de la isla de Tenerife, rematada en las alturas por el Teide, impasible a los cambios que sobre el paisaje del archipiélago imponen los tiempos.

Coralia en la Quesería Lomo del Palo (Foto: AIDER Gran Canaria)
El camino, convertido ahora en un desdibujado sendero, se incorpora al Lomo del Palo, en la carretera que conduce al pago de Fontanales, en el municipio de Moya (GC-702). A lo largo de los poco más de 300 metros sobre el asfalto, que distan hasta cerrar el circuito que conforma la ruta, saltan a la vista, aquí y allá, numerosas evidencias del carácter ganadero de estas tierras: cancelas levantadas, a veces con piedras, otras con somieres, que impiden el paso de los hatos de ovejas a las tierras cultivadas; corrales de nueva factura, quitamiedos que sirven de improvisados y sorprendentes comederos, y la estancia de ordeño y el cuarto donde maduran los quesos de la quesería de Lomo del Palo, que gestiona su propietaria, Coralia María González Quintana, dueña de alrededor de cincuenta cabras majoreras y cien ovejas canarias, que proporcionan la leche con la que Coralia elabora sus quesos de flor, curados y semicurados. Afuera,  el ganado, que desde que brota la hierba pasta libre en la llanada, descansa bajo las copas aparasoladas de los pinos foráneos o invade el asfalto, como reclamando el paso libre por lo que un día fue un viejo camino.
Texto: Antonio J. Domínguez Medina
Fotos: Orlando Torres Sánchez